Hubo una vez en un lugar de la Arabia un
emir sumamente rico y muy caprichoso.
Los mejores cocineros de la región trabajaban
para él, forzando cada día su imaginación para satisfacer sus exigencias.
Harto ya de tiernos faisanes y pescados raros, un
día llamó a su cocinero jefe y le dijo...
¡Ahmed!... Si quieres seguir a mi servicio tendrás que buscarme un manjar
que no haya probado nunca, porque mi apetito va decayendo.
Mi señor y si logro sorprenderle, ¿qué me daréis a cambio?...respondió el pobre cocinero.
La mano de mi bellísima hija... dijo el emir.
Al día siguiente, el propio Ahmed sirvió al Emir en
una bandeja de oro, el nuevo manjar.
Parecían muslos de ave adornados con una artística
guarnición.
Comió el Emir y gritó entusiasmado...
-¡Bravo, Ahmed! Esto es lo más exquisito
que he comido nunca. ¿Puedes decirme qué es?
El loro viejo que conservabais en su jaula de
plata, dijo el cocinero.
Tunante! Me has engañado, le respondió el emir.
¡No te casarás con mi
hija!
El Gran Visir intervino en la charla. Y puesto que
el Emir había proclamado que el manjar era exquisito, sentenció a favor del
cocinero, que fue dichosamente feliz con su hermosa princesa.
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