Había una vez un hombre muy avaro que recogía el
dinero y lo guardaba inmediatamente, sin gastarlo para nada.
Ni comía bien, ni vestía decentemente. Su mayor
ambición era tener mucho dinero para guardarlo.
En cuanto tuvo una buena cantidad, pensó en
esconderlo bajo tierra para que nadie se lo pudiera robar.
Al fin se dirigió a un bosque y lo enterró bajo un
árbol, alejándose luego de allí, contento de pensar que nadie sabía dónde se
hallaba su tesoro y, por tanto, no se lo podrían arrebatar.
Pero en contra de lo que creía, el hombre no vivía
tranquilo.
No comía ni dormía pensando siempre si el dinero
estaba bastante seguro enterrado en aquel lugar.
Cada día iba al bosque y allí se aseguraba de que
el tesoro seguía en su sitio.
Tantas veces fue y volvió del bosque que un
campesino que vivía por los alrededores se sintió picado por la curiosidad.
Observó con atención lo que hacía el avaro y,
cuando éste se fue, salió de su escondite y con una pala cavó una fosa
encontrando allí una gran cantidad de dinero. Sin decir nada, lo cogió y se
llevó no volviendo nadie a saber más de él.
A la mañana siguiente, el avaro volvió al bosque y
se dio cuenta de que alguien le había robado.
El pobre hombre comenzó a llorar y a desesperarse
quejándose de su desgracia. Tanto tanto lloraba que llamó la atención de un
hombre que pasaba por allí.
¿Qué ocurre buen hombre?... le preguntó el caminante.
¡Me han robado mi dinero!, ¡Todo lo que poseía!
¿Quién os ha robado?
¡No lo sé, para mi desgracia!
¿Dónde estaba el dinero?
Enterrado aquí mismo. Ves la zanja que han abierto
para llevárselo.
¿Y cómo es que lo teníais enterrado? más cómodo era
tenerlo en casa y así lo teníais más a mano para usarlo.
Yo no lo usaba. ¡Jamás lo tocaba!
Entonces poned una piedra en su lugar! Si no lo
usabais ¿por qué os afligís? Una piedra será para vos tan valiosa como el
dinero.
Y el caminante se alejó tranquilamente.
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